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El Padre

 El Padre

Antonio salió por la mañana de la casa y jaló la puerta de madera que estaba a dos golpes de caerse. Olvidando ponerle seguro, se guardó la llave de esqueleto en el bolsillo. A la calle. El aire denso de la ciudad le pegó en la cara y le tomó unos minutos respirar cómodamente. Caminó fuera de la calle de su vecindad hasta las avenidas donde avanzaban varios automóviles, incluso uno que otro descapotable de asiento rojo brillante.

Tuvo que cruzar para llegar a la calle de la tienda de Don Ignacio. Antonio se juntó a la pared para dejar pasar a las señoras que presumían su gusto francés, pero que barrían sus holanes en la suciedad de la banqueta. Les levantó su sombrero desgastado antes de entrar a la tienda.

¡Buen día Don Ignacio!

¿Qué tal Antonio? dijo Don Ignacio, señor anciano. ¿Qué te levanta tan temprano el día de hoy?

Le dije, Don Ignacio, dijo Antonio mostrándole la barra de pan que iba a comprar. Dejó varios centavos sobre la mesa—. Mañana me iré a cruzar el río. Nueva vida, nueva chamba. Un reinicio. ¿Cómo ve?

Don Ignacio le regresó su cambio. —Pero justo hace unos días me decías que habías conseguido empleo de oficina allá…allá en la fiscalía.

—Fíjese usted que me corrieron de ahí también.

—En todo caso puedes venirte conmigo ya lo sabes. Aquí te pago bien. 

—Si me quedo, ¡es eso o el ejército, Don Ignacio! Recargó su codo sobre la mesa y suspiró —. Y sí lo haría,  ya sabe usted cuanto lo estimo. Pero... No me vaya a tomar de mal modo, pero no quiero pasarme la vida cobrando cigarrillos.

—Antonio, si te pusieras más abusado no tendrías problema consiguiendo trabajo. Tienes más cabeza que cualquiera de los jefes que andan en traje caro.

Antonio pateó el piso.  —Mentiras, Don Ignacio. ¡Aquí no! Le digo que lo intenté. Ayer mismo me corrieron y que por bastardo. ¡Así me llamaron los canallas! Aquí todos conocieron a mi madre y parlotean la misma historia.

Don Ignacio, quien empezaba a resurtir un cajón, asintió pensando en qué responder.

—Pero dices que sí estaban casados…

—¿Mis padres? Claro. Dijo mi santa madre que esa vez que se prendió la casa, se fue el acta.

—Mencionaste una vez que tu madre dejó escrito dónde podías encontrar a tu padre, ¿no?

—Sí, ¿y eso de qué me va a servir?

Callaron cuando abrió la puerta una señora de edad avanzada. Los dos le dieron los buenos días y ella procedió a comprar un kilo de azúcar y uno de arroz. Al salir ella, Don Ignacio continuó: —Pues mira, loca idea, pero te digo que vayas a verlo. Quizá te reconozca como hijo legítimo. Quizá te consiga empleo. De igual modo, no pierdes nada.

—Quizá tenga razón. Lo veré. Pero bueno, Don Ignacio, —dijo Antonio dándose una palmada en la pierna —Si no lo veo, ¡que tenga buena vida!

Y salió con grandeza de la tiendita.

Era cierto que su madre había dejado la dirección donde podría encontrar a su padre, por si alguna vez quisiera hacerlo. Antonio lo tenía memorizado, pero desde los veintitrés cuando falleció su madre, alguna u otra cosa se le había cruzado en el camino y no había podido ir. Ahora que no tenía trabajo, ni buenos prospectos, repitió la dirección en su mente. Estaba en otra zona de la ciudad.

—Pues voy —se dijo. —Y si no doy con nada, me voy al extranjero mañana mismo. Sí.

Se fue caminando, ya que ni bicicleta tenía. Mientras cruzaba calles, pasando oficinas y puestos, los edificios se iban haciendo cada vez más chicos. Las casa más diminutas y apretadas. Los jardines más descuidados y las calles más sucias. Hasta las aves cambiaron la tonada. En un punto Antonio le preguntó la dirección un grupo de señores sentados afuera de sus casas.

—Esa es la iglesia, joven. Aquí en la esquina das vuelta a la derecha y al fondo. Hasta que la veas. Si quieres alcanzar la misa más le vale que te apures. Ya van a dar las cinco.

La Iglesia, pensó Antonio.

Siguió caminando aunque ya le empezaban a calar los zapatos. Pronto el sonido de la campana llenó el aire. Negocios cerraron y la gente empezó a salir de todas las casas a su alrededor.  Antonio se agregó a la procesión y pronto entró por las altas puertas de la iglesia. Adentro, se escucharon los zapatos y las ropas rozando entre ellas y contra los bancos. En lo que empezaba la misa, Antonio volteó con la señora a su lado.

—Discúlpeme, —empezó en casi un susurro —¿No conocería usted al señor José Hernández?

—¿Hernández? José Hernández es el sacerdote. Ahí viene. Guarde silencio por favor, empieza el canto.

Antonio no escuchó el resto del canto, ni de la misa. Su mirada no se retiró del sacerdote, vestido en casulla amarilla, en quien vio sus propios ojos y su propia nariz. La misma expresión de seriedad que alguna vez vio reflejado en la ventana de Don Ignacio. Apenas escuchó las palabras del sacerdote sobre la fidelidad, el amor y la santidad.

—Mañana me iré a cruzar el río. 

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