Todos los días veía a un señor parado en la esquina. Vendía girasoles. Llegaba temprano con sus zapatos cafés bien lustrados, pantalones ajustados con un cinturón de piel y camisa blanca bien planchada. Una sonrisa iluminaba su cara arrugada cada vez que alguien pasaba. Ofrecía sus flores a cualquiera: parejas, solteros y niños. Al final, cuando el sol se escondía detrás de la residencia de enfrente, él hacía descansar las cubetas en su carreta. Pero estaban llenas de flores. Flores cabizbajas, el mismo número que había traído en la mañana … todas, menos una. Ese girasol en la mano tiesa del señor ya tenía dueño, pues era un regalo. Lo seguí por las sombras. Sus pasos hicieron crujir el suelo por diez minutos de camino. Y al final, el girasol llegó a descansar en la piedra fría de una tumba. María del Sol. Y con su último suspiro, las últimas gotas de vida, la flor levantó su rostro hacia el nombre. El señor siguió su camino para desaparecer en la oscuridad ...
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